jueves, 30 de agosto de 2007

"BUSCANDO UN INCA" de Alberto Flores Galindo

Por Jorge Coaguila

Desde la caída del imperio incaico, muchos movimientos se han empeñado en restaurarlo. En su ensayo Buscando un inca. Identidad y utopía en los Andes (1986), Premio Casa de las Américas, el historiador Alberto Flores Galindo analiza estas tentativas.

La conquista del imperio incaico produjo un impresionante descenso demográfico. El investigador Noble David Cook asegura que los indígenas en 1530 sumaban aproximadamente nueve millones, una década después llegaban a 2.188.626. Enfermedades como la viruela y el sarampión contribuyeron a tal mortandad. Para los indígenas, la desaparición del Incario sacudió su cosmovisión, transformó su identidad. «Inca significa idea o principio ordenador», asegura Flores Galindo.

Poco antes, el pensador inglés Tomás Moro, en su relato satírico Utopía (1516), creó una república ideal en una isla de ficción. Murió decapitado por su enfrentamiento con el rey Enrique VIII. Durante la conquista, mientras los españoles buscaban el mítico lugar El Dorado, imperio abundante en oro, los indígenas querían el retorno del Tahuantinsuyo. La resistencia incaica se trasladó a la selva. El último soberano que se refugió en Vilcabamba, Túpac Amaru, fue ajusticiado por orden del virrey Francisco de Toledo en la Plaza Mayor de Cuzco en 1572.

Las rebeliones más importantes ocurren en el siglo XVIII. Considerándose sucesor del inca asesinado en Cajamarca en 1533, Juan Santos Atahualpa se enfrentó al régimen colonial desde el Gran Pajonal, selva central, de 1742 a 1776, año de su misteriosa muerte. Por su parte, José Gabriel Condorcanqui cambió su nombre por el de Túpac Amaru II, en honor a un célebre antepasado suyo, al último inca que gobernó desde Vilcabamba. La rebelión que lideró pretendía expulsar a los españoles, restituir el imperio incaico y formar un nuevo «cuerpo político» donde convivieran criollos, mestizos, negros e indígenas. Luego de su captura fue descuartizado en 1781.

En esta historia, lo paradójico es que un criollo, el minero Gabriel Aguilar, soñó con la restauración de una monarquía incaica, pero su conspiración se frustró por una infidencia de uno de sus allegados. Quería reconstruir un imperio justo, una revolución sin violencia, embarcar a todos los españoles para evitar una carnicería, algo imposible. Lo acompañaba en su aventura el abogado Manuel Ubalde, criollo, de clase media y de origen provinciano como él. Ambos, por las calles del Cuzco, buscaban afanosamente a un inca como rey. Fueron ahorcados en 1805.
Todas las tentativas fracasaron. Durante el periodo republicano, la idea de restaurar el Tahuantinsuyo se debilitó. Es más, el libertador José de San Martín proyectó una monarquía regentada por un descendiente de los Borbones, dinastía vinculada a varios tronos europeos. Esto no lo menciona Flores Galindo, pero es importante señalarlo.

En cambio, el historiador considera que la búsqueda de un inca se encuentra también en las luchas de montoneros, las revueltas campesinas de la década de 1920 en el sur andino y el levantamiento armado de Sendero Luminoso. En su ensayo acerca del indigenismo, La utopía arcaica (1996), Mario Vargas Llosa critica este desvío: «Entre el mesianismo maoísta y el género de sociedad que proponían Abimael Guzmán y sus seguidores y el ideal del restablecimiento del Incario media la distancia que hay entre China y Perú». Las motivaciones son completamente distintas. Flores Galindo se aparta de la tesis central de su libro.

Hay algunos símbolos incaicos que perviven. La relación de algunos políticos con el Tahuantinsuyo es curiosa. El presidente Augusto B. Leguía, durante el Oncenio (1919-1930), inauguró un monumento al mítico fundador Manco Cápac, ofrecía algunos discursos en quechua pese a desconocer esta lengua e instaló el 24 de junio como el Día del Indio. Además, se hizo llamar Wiracocha. En los años de clandestinidad, el líder aprista Haya de la Torre empleó el seudónimo de Pachacútec y su refugio era conocido como Incahuasi, es decir, la casa del inca. Poco antes de ascender a la Presidencia, Alejandro Toledo se enfrentó a la dictadura de Alberto Fujimori con una «marcha de los cuatro suyos», una protesta desde las regiones del Incario. Asimismo, el símbolo de su partido es una chacana y sus seguidores lo llamaban Pachacútec.
El 1 de enero de 2005, Antauro Humala, mayor retirado de origen ayacuchano, se levantó en armas en Andahuaylas contra el actual régimen. Entre sus propuestas, buscaba volver al Tahuantinsuyo y reivindicar la raza cobriza. Homofóbico y xenófobo, empleaba símbolos andinos como la supuesta bandera de los incas, el cóndor y la chacana.

¿Por qué retornar al Tahuantinsuyo? Desde las aulas escolares se cree que el Incario fue una sociedad equitativa, justa, armónica, en la que reinaba la abundancia, no existía hambre y que constituye, por lo tanto, «paradigma del mundo actual», lo inverso del Perú contemporáneo. En realidad, tuvo algo de eso, pero fue también un régimen autoritario, tiránico, belicista, expansionista, feroz con los opositores difíciles de vencer. Obligaba a algunos de sus habitantes, mitimaes, a trasladarse a comarcas ajenas por fines políticos y administrativos. Sometía a los yanaconas a una situación semejante a la esclavitud.

Practicaba también el sacrificio humano. Es cierto que algunos casos hasta hace poco no eran conocidos, como el de La Dama de Ampato, descubierta en 1995, una adolescente de 14 años que murió, ofrendada a una divinidad andina, de un golpe de macana, una de cuyas puntas penetró 6 centímetros en el parietal derecho. Al inca solo los nobles podían dirigirle la palabra. Las súbditas que lo rodeaban debían recoger en sus palmas la saliva que escupía o tragar el cabello que se le caía, para evitar hechicerías. Sin duda, las desgracias traídas por los conquistadores españoles –hambruna, saqueo, genocidio– fueron mayores que las acarreadas por los incas para que muchos pensaran en el retorno del Incario.

Mientras la primera edición cuenta con siete ensayos, la definitiva, la de 1988, tiene 12. Lamentablemente nadie ha reparado graves errores. El famoso libro del valenciano Joanot Martorell es Tirant lo Blanc (1490) y no Tirant lo Blanch. El indígena Felipe Guaman Poma de Ayala escribió Nueva corónica y buen gobierno (1615) y no Nueva crónica y buen gobierno. Además, su apellido no es Huamán. La novela póstuma de José María Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, se publicó en 1971 y no en 1969. Si se toman las numerosas erratas, la reciente publicación es execrable. Lo mínimo que se le pide a un historiador, para ser respetable, es que ofrezca información exacta.

La poca autoestima de algunos hace pensar que los incas pertenecen a una raza exterminada, que estos no tienen nada que ver con los indígenas de hoy, y que algunas maravillas arquitectónicas como Machu Picchu son obras de extraterrestres. Lo cierto es que la aristocracia indígena se disgregó después de la derrota de Túpac Amaru II. Así, «indio y campesino fueron sinónimos», afirma Flores Galindo.Muchos mestizos creen que el atraso del Perú es por culpa de los indígenas, que el país sería mejor sin ellos, tímidos, recelosos, supersticiosos, resignados, huraños, ignorantes. Acabar con la larga noche de marginación es posible, pero adaptándonos al mundo moderno, con el desarrollo económico. Intentar volver al Tahuantinsuyo es un anacronismo, es marginar a otras etnias, como las selváticas y europeas, extrañas para los incas. Esta nación es tierra para todas las razas.